Mario Vargas LLosa
"Tuve una relación desastrosa con mi padre y los años que viví con él, entre los 11 y los 16, fueron una verdadera pesadilla. Por eso siempre envidié a mis amigos y compañeros de infancia y adolescencia que se llevaban bien con sus progenitores y mantenían con ellos, más que una relación jerárquica de autoridad y subordinación, de cariño y complicidad. Recuerdo, de manera muy nítida, por ejemplo, cómo me hubiera gustado tener con el mío ese cálido contubernio que exhibía mi condiscípulo de La Salle, el flaco Ramos, con su padre, quien lo llevaba y traía todos los sábados a los entrenamientos del equipo de fútbol del colegio, e iba luego a hacerle barra en los partidos emocionándose hasta las lágrimas cuando su hijo metía un gol. Alguna vez tuve la suerte de acompañar a Ramos hijo y Ramos padre al estadio, a ver jugar a la ’U’, y a mí me distraían de lo que ocurría en la cancha las bromas y burlas que ellos se gastaban todo el tiempo, como si fueran no un padre y un hijo sino un par de compinches de la misma edad. ¡Vaya suerte que tenía el flaco Ramos! Probablemente desde esa época se me ocurrió pensar que una buena relación con el padre debe dejar en quienes la viven algo positivo en el carácter, tal vez eso que llaman buena entraña".
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